Desde que era niña pude aprender, tanto de mi familia, como de la iglesia, la importancia de servir a los demás por amor; de entregar abrigo, un vaso de leche, una palabra, un abrazo. Esto fue lo que principalmente motivó mi interés por el servicio social, por ir en ayuda de los más vulnerables, de quienes tienen hambre y sed de justicia. Mi anhelo era presenciar el accionar del amor de Dios en grandes proporciones, llegando a muchas más personas, superando distancias, diferencias educacionales, culturales, etc. y, en el transcurso del tiempo, aprendí que el corazón compasivo es el corazón de Dios y, si somos sus hijos, tenemos la capacidad de desarrollar ese corazón para servir a los demás. Ese trabajo de uno a uno, pero también de ciudades en ciudades, de naciones en naciones, de pueblos y etnias. Ese trabajo silencioso, pero que trae una abundante cosecha de amor y justicia.

Soy una convencida de que Chile necesita de hijos con un corazón compasivo. Hijos que miren a las ciudades, a las provincias, a las comunas y vean los ecosistemas con un corazón que se mueva a misericordia y entregue de los ríos de justicia que brotan del corazón del Padre. Pero no solo que vean, sino que tengan la osadía de bajar esos diseños eternos para ministrar concretamente el amor de Dios. Es decir, que ejecute, que sea capaz de diseñar soluciones viables, dar forma a realidades sanas, limpias, saludables. Que se atrevan a cerrar en paz capítulos dolorosos de nuestra historia y a sanar las heridas de muchas generaciones, el corazón de aquellos que crecieron sin esperanza y solo conocen el lenguaje de la violencia y de la ilegalidad. Hijos que vayan y descubran ese polvo escondido en una gran alfombra y barran la injusticia silenciosa. Hijos que encarnen el corazón del Padre en la nación, que hagan triunfar a la misericordia por sobre el juicio ideológico y religioso.  Hijos que tengan en su mano el cayado del buen pastor y que no dejarán sin pastos a quienes lo necesiten. Hijos que dan del buen tesoro de su corazón, para ministrar a las naciones.

Porque tan bueno como es pensar, es accionar. Tan provechoso como es investigar, lo es gestionar esas ideas que guardamos como sueños en el corazón. La Iglesia chilena necesita continuar saliendo de sus cuatro paredes y cumplir el evangelio del Reino, ir en rescate de muchos. No podemos quedarnos dependiendo de la ayuda de algún organismo de Estado para movilizarnos. Solo necesitamos creer en las semillas que Dios ha puesto en nuestros corazones y que anhelan dar fruto abundante.

Uno de los ámbitos de acción donde existe mayor necesidad de presencia de los hijos de Dios, es la infancia vulnerada. Hace años, conocimos la terrible realidad de cientos de niños muertos al interior de los recintos de SENAME, 1.313, para ser exactos. Número que podría compararse a la de una gran tragedia natural, terremoto, tsunami, una guerra, un atentado, pero no, ninguna de esas situaciones generó el fallecimiento de estos pequeños. Creo que todos hemos escuchado acerca de esta cruda realidad; hemos llorado, hemos sentido el dolor de la injusticia, pero aún pienso en los que todavía están allí o los que llegarán y aún están sufriendo escondidos, silenciados en nuestras ciudades, ¿qué más hace falta que suceda para que podamos ir en rescate de ellos?

En nuestro país, la Iglesia evangélica ha iniciado espacios de acogida para menores en situación de vulnerabilidad o situación irregular, quienes han sufrido algún tipo de maltrato físico, psicológico, abandono, abuso, etc. Estos espacios han significado un paso importante, le han dado cuerpo a una solución a través de la inversión de recursos financieros, físicos y humanos, habilitando hogares de acogida. Con todo ello, estos valiosos esfuerzos continúan siendo particulares de algunos grupos de iglesias, pero son escasos si pensamos en la cantidad de iglesias que hoy existen en nuestro país, no logrando cubrir una mayor demanda. A pesar de ello, es visible la necesidad de que experiencias como estas se sigan replicando en diferentes puntos del país. Para lograrlo, es necesario sensibilizar a más congregaciones y generar puntos de encuentro para crear otros centros de acogida para niños y, paralelo a ello, programas de prevención de abuso intrafamiliar y abuso infantil y prevención de drogas en nuestras comunidades. Si no abordamos de forma estratégica ambos ámbitos del problema, no podremos generar una solución efectiva.

Otra de las alternativas que está comenzando a despertar y a movilizar a la Iglesia son los programas de Familia de Acogida, donde un grupo familiar recibe a un niño por un determinado tiempo, permitiéndole crecer, aprender y, lo más importante, recibir amor y sanar su corazón con esta experiencia de vida. El desafío de hoy está en las familias de hijos de Dios, como enviados a restaurar esos “corazoncitos con agujeritos”, como algún día dijeran los pastores José Luis y Silvia Cinalli, de Argentina.

Países como Inglaterra y Alemania, que han avanzado con mayor desarrollo en esta área de servicio social, han llegado al nivel de profesionalizar a las familias de acogida, brindando programas de capacitación y perfeccionamiento. Estos son países que han disminuido en más de un 50% los centros de residencias de menores. Hoy, como Iglesia, podemos unirnos y generar instancias similares como “escuelas para padres”, donde se entrenen a futuras familias de acogida, otorgando herramientas para ayudar a ministrar la vida de esos niños. A su vez – y como consecuencia de este trabajo –, está la invitación a generar una gran red de profesionales colaboradores cristianos que puedan ayudar, desde sus disciplinas, a esta hermosa labor.

Pelear por las generaciones es un llamado del Padre, es el origen de un clamor que le llevó un día a entregar a su amado hijo Jesús por todos nosotros y por todos aquellos que aún no experimentan el regalo de encontrarse con el amor de Dios. Un día fuimos marcados por el Espíritu de Adopción y nuestras vidas cambiaron para siempre, este mismo efecto transformador es lo que muchas vidas, como las de tantos niños, necesitan experimentar. Tú y yo podemos ser esos facilitadores de la gracia de Dios para rescatar, sanar e impulsar a las generaciones. Solo necesitamos creer en lo que Dios depositó en nosotros y avanzar.

“Así como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos».
Mateo 20:28 – LBLA


 

Sarai Jaramillo

Adminsitradora Pública
Parte del equipo CELP Oikonomos