Cuando hablamos de Chile, pensamos en un país largo y angosto al fin del mundo, con paisajes hermosos y climas diversos de Norte a Sur, pensamos en un país de personas resilientes que se levantan ante las adversidades, pero jamás pensamos en un país de obesos. En este caso, las estadísticas no mienten; Chile se ha convertido en un país de niños y adultos obesos. Somos campeones no solo en el fútbol, sino que también quedamos en el primer lugar con mayores índices de obesidad infantil en América Latina y, por su parte, un 67 % de nuestra población adulta presenta sobrepeso u obesidad, quedando en el décimo lugar entre los países con más exceso de peso a nivel mundial. Aún más, esta enfermedad está cobrando cada vez más vidas; según un estudio de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), para el 2030 se espera que mueran más de 200 mil personas por obesidad.

Por esto, creo que es algo muy importante hablar de alimentación, ya que comer es algo que hacemos todos y cada uno de los días de nuestra vida, es algo tan básico que ni siquiera lo pensamos mucho, pero ¿nos estamos alimentando como deberíamos?, ¿qué piensa Dios de mi alimentación? ¿Realmente a Él le interesa esto? Pues sí, realmente creo que le interesa: la Biblia[1] habla de nuestro cuerpo como el templo del Espíritu Santo, ¿qué cosas estoy dejando que entren a mi templo?

La forma en la que nos alimentamos es un tema que hemos dejado de lado, pues, mientras sea y se vea rico, lo comemos igual. Nos hemos dejado llevar por la industria alimenticia y su publicidad, sin siquiera preguntar de qué está hecho aquello que estamos comiendo y, muchas veces, son cosas altas en grasas y calorías, con muchos componentes químicos, en suma, para nada naturales o saludables.

Como cristianos, vivimos en una discrepancia: por un lado, cuidamos nuestro cuerpo de cosas como las drogas, el alcohol, los tatuajes, entre otras, pero, por otro lado, comemos desmedidamente cosas que tienen un efecto muy negativo en nuestro organismo. En el fondo, todos (incluyéndome) sabemos lo que debemos hacer: comer equilibradamente más frutas y verduras y dejar cosas muy azucaradas, bebidas y la chatarra; pero no lo hacemos, he ahí el problema.

No le hemos tomado el peso real a la alimentación. De los alimentos sacamos lo bueno y lo malo: aquellos nutrientes que harán que todo funcione como debe y también aquellas cosas que nos enferman: obesidad, sobrepeso, diabetes, hipertensión, enfermedades cardíacas y del hígado… todas ellas son derivadas muchas veces de una mala alimentación.

Solo imagina, por un momento, cómo funcionaría nuestro cuerpo si nos alimentáramos como se debe: tendríamos más energía, mayor concentración, más defensas, ¡cuántas enfermedades de la adultez o vejez prevendríamos! Daniel supo de esto; el decidió no contaminarse con la comida del rey y fue encontrado diez veces mejor en todo, tanto física como intelectualmente.[2]

Hemos sido malos administradores de nuestra salud. Se puede ver casi como un hedonismo oculto en la comida; el comer por placer, sin pensar en las consecuencias del mañana, en cómo eso está afectando mi cuerpo, saciando nuestros deseos inmediatos. Esto principalmente se debe a que no pensamos en nuestro cuerpo como algo eterno, sino como algo desechable.

La Biblia dice que “todas las cosas me son lícitas, pero no todas son de provecho. Todas las cosas me son lícitas, pero yo no me dejaré dominar por ninguna”[3]. Surge la pregunta: ¿me estoy dejando dominar por la comida?

Es importante que tomemos conciencia, hablar de alimentación no se trata de hablar de una dieta de unas cuantas semanas, sino de un cambio de vida diario, de una reforma total, de elegir hoy lo que seré mañana. Sé que no es fácil, ni tampoco algo que se logre de un día para otro, pero es una decisión que cambiará mi vida y la de mis generaciones de aquí y para siempre.

Notas:

[1] 1 Corintios 3:6

[2] Daniel 1:8 -20

[3] 1 de corintios 6: 12


Loreto Contreras